31/5/08

Son perdedores (II)

  • Los que hacen la cola en el cine cuando tienen entradas numeradas
  • Los que llaman Osvaldo a Laport, Pablo a Echarri, Dolores a Barreiro o Román a Riquelme como si los conocieran (gracias, Ale)
  • Los que se ponen tristes (tristes de verdad) porque pierde su equipo de fútbol
  • Los que cuentan su vida en el nik del messenger: ”Sali a cine despues a lo de chucho y me encuentro con la chicas” o “mañana me voy de vacaciones!” o “chicas nos vemos en el abasto a las 12!!”
  • Las minas que mandan foto a www.minutouno.com para ser la chica M1 (?). Sí, eso existe...

30/5/08

La boca del lobo



Nunca, pero nunca (me abandoooones cariñito) me había dolido el hombro. Hasta este año. Por el tenis, claro, otro deporte de riesgo que adopté después de dejar el (Cruz diablo!) fútbol.
Fuerte dolor, pinchazo al sacar. Hombro de tenista? “Es el codo de tenista, imbécil”, me avisparon. Fui al médico.
“Y... mirá, no parece nada serio a simple vista, pero tenés que hacerte una resonancia. La placa no te va a servir para nada. Cuando tengas los resultados, vení a ver al doctor Ranaleta, que es el especialista en hombros”, me dijo el traumatólogo.
Buenísimo!! Una resonancia!! Nunca me había hecho.
Saqué turno. Les pregunté a algunos compañeros cómo era. Fui confiado. Y fui con V, que me acompañó.
No había nadie adelante cuando llegué. Al rato aparecieron dos personas, a las que llamaron antes que a mí. Me fui a quejar. A los 10 minutos, me nombraron.
Entré a la sala y vi la máquina infernal. Un tubo, un túnel, con una camilla abajo. Empecé a temblar. “Acostate acá, relajate, no dura mucho”, me dijo el especialista. “Cuánto es no mucho?”, consulté. “Veinte minutos”.
Mierda.
Me acosté. Me puso una faja a la altura del hombro. Se fue. La camilla empezó a moverse y mi cabeza empezó a quedar dentro de ese túnel del terror. Temblé más estrepitosamente. “Tranquilo, tranquilo. Cerrá los ojos, dormite, pasa rápido”, me dije a mí mismo. Cerré los ojos. Los abrí sobresaltado, sudando.
El especialista desapareció detrás de una puerta. Vi su cabeza tras un vidrio, una especie de ventana, la sala de máquinas, digamos. Comencé a desesperarme, a sentir pánico. Me sentí enterrado en una tumba, para decirlo claramente.
“Doctor, doctor”, llamé sin querer hacer un escándalo.
“Doctor???”, insistí.
Comencé a moverme, a tratar de salir para abajo. Costaba. Cogoteaba a ver si veía algo, si me calmaba algo.
La máquina empezó a hacer ruido.
“Doctor!!!???”, grité.
Nada.
La desesperación me hacía transpirar, temblar, todos los ar.
“Eh, flaco!! Flaco!!! Ehhh!!!”, insistí.
Chiflé.
Nada.
“Doctor!!! Flaco, eeeeeyyy!!!!”, grité, chiflé, estaba como loco.
Se acabó el ruido, apareció el especialista. “Qué paso?”.
“Sacame de acá, sacame de acáaaa!!!”, rogué.
Apretó el botón de la felicidad y me sacó. Yo temblaba.
“No, no... eso es terrible... No se puede hacer eso, estoy temblando. Mirá cómo estoy?”, le dije.
“Tenés claustrofobia?”, me preguntó.
“Hasta hoy, no”.
“Muchos se dan cuenta en la resonancia...”
“Ya veo por qué”
“Te pasa lo mismo en ascensores?”
“No, nunca”
“En baños de avión, cuartos pequeños, cuando te tapás hasta la cabeza?”
“No, nunca! Mirá cómo estoy?”
“Bueno, tranquilo, esperá que pase y probamos de nuevo”.
“Vos estás loco? Ahí no me meto nunca más. Que me corten el hombro”.
Huí. Estuve temblando durante media hora. Soñé con eso un par de noches.
Saqué turno en otro centro porque tenían máquina de resonancia “abierta”. Le expliqué al especialista II de mi problema. “Si te pasa algo, tocás este botón y vengo enseguida”, me calmó. “Qué significa enseguida?’, pregunté. “30 segundos”, aseguró. No pude.
“No, mirá… dejá. No puedo, ya me siento mal”, dije apenas me acosté debajo del círculo de la infelicidad.
Me explicó que una manera es clavándome rivotril o algo parecido. O que me duerman: sedación.
Pasaron más de dos meses, no me hice la resonancia. Ni loco entro en esa cueva, ni dormido, ni mamado, ni fumado, ni muerto. Que me corten el hombro.

29/5/08

Pie grande

Tengo un problema (varios, pero vayamos al de hoy): nunca estoy contento con el par de zapatillas que me compro. No puedo elegir. Me cuesta. Nada me queda bien. Soy medio chueco, si me paro "derecho" las patitas me quedan abiertas hacia afuera, como si fuera un pinguino. Y creo que tengo un pie más grande que el otro, pero no a lo largo, sino a lo ancho. Eso me complica para comprar.
Entonces...
Una vez me compré unas Topper de lona "reforzadas", que se llaman reforzadas porque tienen un poco más de aguante y una plantilla apenas más acolchonada, pero sobre todo para tener una excusa para que salgan más caras que las comunes. Calzo 41 y medio. Las 41 me quedan chicas. Las 42 me quedan grandes.
"Se estiran", me dijo el vendedor. Me llevé las 41. Las usé una vez, me salieron ampollas. Las usé otra vez, se me rompieron las ampollas. No las usé una tercera vez: las regalé.

Otra vez me compré, en un outlet de La Boca, unas Topper de lona tipo botita. Al día siguiente me pregunté por qué mierda me compré esas zapatillas si eran francamente horribles, azules, altas, parecía una nena. Pero ése no era el problema (ni el precio, eran realmente torabas). El número, otra vez, no era el exacto. Me ajustaban, me dolían, me molestaban. Hice el esfuerzo: las usé muchos días estando en casa, para que se estiraran. No hubo caso. Las regalé.

No conforme, busqué unas zapas para ir a correr al parque (en realidad, a caminar, pero me daba verguenza). Descartadas las Nike por su precio y su estilo psicodélico-moderno-soyfashion-tengozapascaras, hurgué por todos los locales de Palermo Horse y me decidí, finalmente, por unas Reebok azules con plateado, bastante horribles, pero eran sólo para ir a correr. Me las probé. "Me ajustan un poco", dije. Sabía la respuesta. Le creí. Durante seis meses me dolieron tanto los pies que dejé de ir a correr (o caminar) para no sufrir más. Después, increíblemente, cedieron. O se me achicaron los pies.

El año pasado viví otro episodio. Me compré unas zapatillas preciosas, Adidas, marrones con las tiritas blancas. Divinas. Caras. Las 42 me quedaban como una lancha; las 41, un poco ajustadas. "Se estiran", me dijo la vendedora. Como soy medio pelotudo, le volví a creer. No se estiraron una mierda. Ampollas, dolores, más ampollas. Las llevé al zapatero, me estiró la horma. No hubo caso. Las llevé de nuevo. Ahora, a regañadientes, se pueden usar.

Para no repetir mi idiotez, al toque me compré otras adidas, feas, bien feas, azules con las rayitas medio verdes flúo. Me probé las 41. "Se estiran", me dijo el vendedor de humo. "Essssta", pensé. "Me llevo las 42", le respondí. Me bailan por un sueño las muy turras. Las dejé de usar, las tengo en el placard.

Después de eso, viajé a Canadá. En una baratija, encontré unas Topper que no me gustan pero estaban regaladas y me quedan como si fueran hechas para mí. Al día siguiente, en otro ofertón, encontré unas Adidas, una bicoca. Las 41 me quedaban justas. Las grandes, amplias. Me llevé las grandes. También las uso poco.

Así las cosas, tengo ocho pares de zapatillas y siempre, aunque son medio feuchas, uso las mismas. Siempre. Pero me quedan joya.

28/5/08

Preguntas (III)

  • Por qué uno siempre pisa la baldosa que tiene aguita abajo y te va a mojar?
  • Cómo es posible que siempre tenga ganas de ir al baño cuando estoy esperando el ascensor?
  • Soy el único boludo al que “el afiladoooor” le toca el timbre los sábados a las 9 de la mañana?

De turno

Soy un lechón. Así de simple, fácil. Hay que reconocerlo. Me gusta tanto comer, pero taaaanto, que no puedo evitar sentirme un chancho o similar. Podría contar muchas cosas: la vez que me comí 13 empanadas y media del Noble Repulgue (en la misma comida, no a lo largo del día; sólo a la noche, antes de ir a dormir); el año que pasé deglutiendo conitos de dulce de leche y/o alfajores después de cada almuerzo (no uno, ni dos: un cuarto o medio kilo); la bolsa de palitos de la selva que terminamos en un par de dias con Pablo, en Gesell; la noche del panqueque salado, después el dulce y finalmente la hamburguesa, en Carlitos… Hay cientas, quizás miles. Pero no tienen el desenlace perdedor. No soy obeso, no tengo tapadas las arterias, ni problemas con el colesterol (lo único que me faltaría).
Por eso, debo recordar otra historia: la tarde del fondue de chocolate en Elche.

Estábamos todos los que estábamos allá, en España, casi todos de paseo. Estábamos la Negra, que nos recibió a todos en su depto, Eli, Marie, Nano, Diego y yo. Decidimos ir a merendar. “A Valor, el mejor lugar para comer fondue”, avisó la Negra. Teníamos claro algo: íbamos a comer fondue.

Y para tomar? Nano: café con leche. Diego: café con leche. La Negra: té. Marie: té. Eli: café con leche. Jota??
Jota se pidió un chocolate caliente.
O sea: chocolate caliente + fondue de chocolate = muerte.
Muerte.
Pero no para alguien acostumbrado a comerse seis alfajores como si fueran canapés de queso blanco, no?
No?
Terminé intacto el chocolate. Terminé las frutas de la fondue. Terminé, a cucharadas, el chocolate de la fondue. Terminé feliz. “Sos un animal”, recitaron a coro.
Esa noche, decidimos ir a cenar y pasear por Alicante. Nano, Diego y yo, después de la comilona, nos íbamos a separar del grupo para ir de parranda.
Cenamos. En medio de la comida tuve una necesidad. Urgente necesidad.
Pasaron los minutos.
Dentro del cuadratín, yo sudaba aceite de tiburón mezclado con cáncer de colon.
En la mesa, todos se preguntaban qué me estaba pasando. Terminaron de comer. Pagaron. Salieron. Nano fue a ver si vivía.
“Ya salgo, ya salgo. Algo me cayó mal”.
Algo? El fondue de chocolate con el chocolate caliente, imbécil!
Estuve no menos de media hora en ese horrible baño público. Comí casi nada. Bajé un par de kilos.
Salimos. Paseamos. Nos sacamos fotos.
“Bueno, nosotras nos vamos”, avisaron las chicas. “Voy con ustedes”, me sumé.
(?)
“Me siento mal… No puedo salir, me duele la vida”, comenté. Todos nos conocemos desde que éramos bebés. No hay secretos.
Pasé una de las peores noches de mi vida, yendo al baño a cada rato. Necesitaba descansar: al otro día, temprano, nos íbamos con Diego y Nano a Villarreal.
Nos levantamos. Nos bañamos. Nos cambiamos. Fuimos a buscar el auto. Entré. Me senté.
“Qué te pasa?”, me preguntó Diego. “No me puedo sentar bien… me duele”.
No hace falta entrar en detalles. Pasé la tarde de ese domingo de febrero del 2000 buscando una farmacia de turno por Villarreal (o Villa Real, como rezaban algunos carteles) para comprar una crema antihemorroidal. Por suerte la encontré.
Fuimos a la cancha a ver Villarreal-Elche. Terminó el partido. Llevaba casi 12 horas sin comer nada.
“No aprendés más”, me dijo Diego.

En el auto, de vuelta hacia Elche, me comí seis alfajores Havanna…

27/5/08

Juventud


En el 97, con mi amigo Diego decidimos hacer un viaje: Cuba.
Su hermana y mi prima habían viajado el año anterior por Albergues de la Juventud y la habían pasado de pelos: buena onda con los otros viajeros, lindos lugares y alojamientos, y sobre todo libertad para moverse sin un guía que te dice dónde podés pisar y dónde no.
Fuimos con Diego a Albergues de la Juventud, ahí por Constitución, donde funcionaba un hostel. Había buena onda. Había extranjeros jóvenes y adolescentes (se llama “de la Juventud”, era lógico). Era ideal. Contratamos, finalmente, también con Lalo, para cerrar el tridente amistoso de la infancia. Era nuestro primer gran viaje al exterior sin compañía mayor...
Nos citaron para una reunión días antes de viajar, para conocer a los demás integrantes del staff juvenil. Fuimos esperando lo mejor: chicas solas, algún otro vago que nos acompañara en la aventura, más chicas solas. Llegamos. Entramos a una sala y ahí estaban todos: un tipo de unos 27, una pareja de unos 30 años (diez más de los que teníamos entonces), dos chicas solas que rondaban los cuarenta, dos hombres solos que pasaban los cuarenta y… Y Marta. Una SEÑORA con todas las letras que arañaba, o ya había descuartizado, los 80. Nos miramos atónitos, incrédulos, arrepentidos. No entendimos el slogan (de la Juventud). “La juventud pasa por dentro”, me dijeron alguna vez. No, no... No pasa sólo por dentro.
No voy a decir que la pasamos mal, pero sí que faltó “algo”. El otro muchacho, el que rondaba los 27, Darío, terminó uniéndose al trío y todavía hoy lo veo en los cumpleaños de Diego. Al resto sólo en las fotos.
Fuimos a los lugares clásicos, visitamos La Bodeguita del Medio, nos abrimos para visitar una escuela en Pinar del Río y jugar al huevo podrido con los chicos, estuvimos en el carnaval no comercial de La Habana, paseamos por Santiago, caminamos por la plaza de la Revolución, tomamos mojito...
Y pasamos por el hospital: una mañana nos despertamos con la noticia de que a Marta la habían llevado de urgencia por apendicitis y la habían operado. Fuimos a verla. A sus 80 y algo, recién operada, estaba espléndida. Ya caminaba y le estaban por dar el alta. Perdimos unas horas hasta que se reincorporó al grupo, no podíamos irnos sin ella. Sin ella, parece, no éramos Albergues de la Juventud...
Nunca más viajé en grupo contratado. Nunca más tanta juventud.

25/5/08

Son perdedores...

  • Los que hacen la cola del banco desde antes que abra el banco
  • Los que miraron por tele la boda de Wanda Nara y Maxi López
  • Los que leen libros de autoayuda
  • Los que toman el mate dulce
  • Los langas, cancheros y demás animalitos
  • Los que quieren ser famosos como los de Bailando por un sueño
  • Los que miran Bailando por un sueño y comentan cómo bailó el ciego

He dicho.

24/5/08

Huevo(n)

El jueves almorcé en casa, pero no tenía muchas ganas de cocinar. Abrí el freezer: ravioles, milanesa de soja, un bife que debe llevar unas décadas y una caja de Paty Alfredo Casero.
Vamos con el Paty.
Caliento la plancha. Pongo el Paty. Al lado, en otra hornalla, pongo a entibiar una (o un?) sartén de teflón para hacer un huevo frito. Si comemos Paty, tiene que hacerse bien: con queso -siempre- y huevo frito. Nada de verduritas que se interpongan entre la insanidad de uno y la belleza no estética de la comida.
Doy vuelta el Paty. Lo apretujo un poco para que largue la grasa. Lo vuelvo a dar vuelta. Le agrego dos fetas de queso y espero que se derrita. Mientras, pongo el huevo. Se hace rápido.
Listo. Todo hecho: apago los fuegos. Agrego el huevo encima del Paty con queso. Agarro un tenedor para sacar la torre alimenticia y posarla arriba del pan...
"Me recago en la puta madre!!", grito (para mí, claro; vivo solo). Me quemé la mano con el borde de la (o el?) sartén.
Pienso: no me va a vencer este hijo de puta, no voy a apelar a una espátula.
Sigo con el tenedor y el dedo. Ya está, casi está, casi lo levanto...
Ay!
Mierda, me quemé de nuevo.
Tengo dos marquitas en mi mano derecha (real photo). Si me toco, me duele.
Se puede ser tan boludo?

23/5/08

Normalidad

Mi novia, V, y yo tuvimos una charla interesante sobre el blog que derivó en la vida misma.

-J-: Voy a subir la anécdota del 65, la vez que me desmayé en el colectivo. Te la conté?
V: No.
Y se la conté.
V: Cómo te pueden pasar esas cosas? No podés tener tantas de esas historias...
-J-: Y sí... Todos tenemos. Si te ponés a pensar, seguro que encontrás.
(piensa un rato)
V: No, yo no tengo.
-J-: Bueno, vos no, pero todo el mundo tiene.
V: No, no tiene todo el mundo! Vos tenés!
-J-: Para mí es normal... a todos nos pasan cosas!
V: No, Jota, no es normal! No es normal que te pasen tantas cosas! No sos normal...

Preguntas II

Por qué los días que puedo dormir hasta tarde, los que no tengo nada que hacer, me despierto solo a las 8.30 (o antes)?

A eso de las 13.50, agrego: por qué cada vez que le pregunto a alguien cómo anda su novia o novio, concubino o concubina, esposo o esposa, la respuesta es (con cara de "sos un imbécil") ME ESTOY SEPARANDO???

22/5/08

Deporte de riesgo

Ante todo, soy (o era) un deportista. De chiquito jugaba a todo: fútbol (federado en baby), básquet (federado), padel, ping pong (lo juro: federado en "tenis de mesa"), handball... Y a todo más o menos bien.

"Más o menos" significa eso: ni muy bien ni muy mal. En la escuela, en el pan y queso me elegían entre los primeros; en la secundaria, entre los del medio; ahora no me invitan más a jugar al fútbol. Pasé de ser el petiso habilidoso al flaco duro como una piedra, después al gil que se banca y le gusta ir al arco, y ahora al inútil que sólo puede ir a jugar con sus amigos.

Pues bien, el año pasado tuve dos de esas invitaciones con amigos. A la primera llegué algo molesto por una gripe que se avecinaba -una de las 20 que me agarran al año-. A los diez minutos de partido transpiraba hielo seco, estuve a punto de desmayarme y me fui.
Al mes, en la misma cancha, volví a jugar. De hecho fui uno de los organizadores.
"Arranco en el arco que hace mucho que no juego", avisé.

Al arco.

A los diez minutos, córner para nosotros (cancha de 5, eh). Levanto la manito. Corro como loco. Llego a la mitad de la cancha por sorpresa y Blu, solidario, me da el pase. Me queda unos centímetros adelante. Pateo igual. Toda la fuerza. Uuuuhhhhh!!! La pelota pasa cerca. El cuádriceps derecho se me estira como chicle jirafa.
Aaayyyy!!!
Volví al arco. Me dolía mucho. Elongué. Seguí.
Empecé a enfriarme entre los palos. A cada tiro rival, venía un grito mío.
Seguí.
Seguí.
Seguí.
Ya había pasado más de media hora de partido. "Vení a jugar un rato, boludo", me pedían. "No me puedo ni mover", respondía.
Seguí. Estúpidamente, seguí.
A la jugada siguiente, un rival patea al arco. No llegaba con la mano. Tenía que estirar la pierna derecha. Acto reflejo: la estiré.
Aaaaaaaaayyy!!
Caí al suelo como árbol, con la pierna dura como piedra y doblada hacia adentro (nunca la punta del pie estuvo tan cerca de darse vuelta por completo). No podía dejar de gritar.
Se acercó Sebas: "Debe ser un calambre".
"Aaay, no no no!! Me duele, no toques!!", respondí.
"Te estiro la pierna, debe ser acá", insistió.
"Aaayy, no no no!! Dejá!!", respondí.
"Tengo una crema tipo Ratisalil", volvió a insistir.
"No, no, noo!! Ayy!", bramé.
Me arrastré hasta afuera. Se me caían las lágrimas. Nunca sentí tanto dolor. Nunca.

Terminaron de jugar. Fuimos con Tele hasta la esquina. Cruzamos (yo gemía a cada paso). Paramos un taxi.
"No puedo subir", le dije a Tele. No podía. No podía hacer fuerza con la pierna para levantarla y entrar. "Voy adelante", sugerí. Entré. Hice entrar la pierna derecha levantándola con las manos. Grité al subir.
Llegamos a mi casa. "No puedo bajar", avisé. Para salir, tenía que sacar primero la pierna derecha y no la podía mover. "Vení, vení, sacame vos", ordené.
Tele me agarró de atrás, haciendo palanca con los brazos por debajo de mis axilas. Grité mucho.
Subí por el ascensor hasta el 14. Grité en los ocho escalones que me separaban del 15, mi piso.

Era sábado. No pude salir de casa por tres días (no podía bajar los escalones), así que al médico fui el martes. Fui. Me hicieron una placa. "Cómo te hiciste esto?", me dijo el médico, con la radiografía en la mano. "Jugando al fútbol", expliqué. "Te dieron una paralítica o fue por el esfuerzo?", consultó. "Atajando", respondí. "Atajando?".

Increíble.

Era un desgarro. De siete centímetros. "Milímetros", me dicen todos. "No, centímetros". Cen-tí-me-tros. Mide casi como un azulejo del baño. Y como no pude hacer kinesiología porque a las dos semanas me fui de viaje por el trabajo, la cicatriz está ahí, molestando, advirtiendo su presencia cada vez que me agacho, que salto, que corro, que subo al colectivo... Que me hago el deportista.

Desgarro. Me desgarré atajando... Y me retiré del fútbol

21/5/08

Desmayo francés

El primero que se me viene a la mente fue cuando tenía unos 15 años. A papá le habían sacado una muela y me pidió un favor:
“Acompañame al baño que me tengo que cambiar el algodón, tengo miedo de que me baje la presión”, comentó.
Lo acompañé.
Me apoyé en el marco de la puerta del baño, miré cómo enfrentaba al espejo, cómo abría la boca, cómo metía dos dedos hacia el fondo, cómo sacaban el agodón lleno de sangre y…
Me desperté en su cama, con papá hablando por teléfono con mi tío, el médico. “Sí, se desmayó. Qué hago?”, consultaba. Tenía un golpazo en la cabeza. Caí recto, hacia el costado. Sin escalas.
Hubo algunos amagues de desmayo, también, como cuando volvía de Ciudad Evita con Ceci, mi primera novia, y tuvimos que bajarnos del 86 en pleno campo porque me bajó la presión (no había nada alrededor y terminamos tomándonos un taxi que pasaba por casualidad y que costó una fortuna); o cuando me sacaron la muela de juicio y cada cinco minutos tenía que advertir “pará, pará que me desmayo”, y me hacían oler alcohol para levantarme el espíritu; en el baño de un avión a España, en el 2000, transpiré hielo durante media hora, hasta que pude salir de nuevo, sano y salvo.
Una vez, durante una clase de Periodismo, me bajó la presión. Mucho. Me recosté sobre mis manos, en el pupitre, y me desperté minutos después. Nadie se dio cuenta. Yo estaba todo mojado por la transpiración. Me desmayé y nadie se dio cuenta!
Y la mejor de todas, lejos: colectivo 65. Venía con Tele y Gabi, grandes amigos, de jugar al fútbol durante seis horas -un clásico de mi adolescencia, ya estoy retirado de ese deporte de alto riesgo-. Bus lleno y Jota que avisa: “Che, me voy para el fondo, no me siento bien”.
Me fui.
Me paré frente a la puerta de atrás, me agarré fuerte del caño de arriba. El tufo a colectivo lleno era desalentador.
En un momento, Gabi me miró, levantó el pulgar, clara seña de “estás bien?”. Le dije que sí. Y no me acuerdo más.
Me desperté en el suelo del colectivo, con toda la gente a mi alrededor, con Gabi y Tele agarrándose la cabeza. Me recompuse, nos bajamos. Me dolía el pecho, la frente, la vida.
Me contaron, asombrados, espantados: “Boludo, te caíste en el agujero de la puerta de atrás. Si estaba abierta te matabas. Un tipo te agarró del pelo y te trajo para atrás. Estabas doblado!!! Nunca vi a nadie con tanta elasticidad. Estabas doblado pero arqueado hacia atrás. Increíble!!”.
La descripción de Gabi no terminé nunca de entenderla. Jamás comprendí cómo con mi poca capacidad de elongación podía estar doblado hacia atrás.
Cuando llegué a casa esa noche, todavía tenía un moretón rojo a la altura del pecho, señal de que el caño de la puerta me había golpeado. Y fuerte. Muy fuerte.

20/5/08

Mala leche

Desde que tengo uso de razón, mis vacaciones familiares fueron en Villa Gesell. Por eso, las excepciones vienen rápido hacia mí. Brasil, en el verano del 84, con unas cuantas familias amigas (dos días en cama en Camboriú con fiebre); Mendoza, un invierno de por ahí (pronto incluiré esa historia: casi nos morimos todos); y Córdoba. He aquí la cuestión del día.
Si mal no recuerdo, fuimos a La Falda. Papá, mamá, hermano mayor y yo. No tengo muy presente el viaje, pero sí un momento: el desayuno.
Todos los días desayunábamos en el amplio salón comedor del hotel. La primera mañana, el buen hombre que nos atendía se acercó a levantar los pedidos. “Vos querés una leche chocolatada?”, me consultó, lógico. “No, té”, dije, tímido, aniñado pero con aires de obviedad. Primero: no me gusta la leche chocolatada, tomo leche con Nesquik. Segundo: no me gusta la leche con Nesquik que no me hace mamá. Así que tomo té en todas las otras casas u hoteles del mundo.
Al día siguiente se repitió la historia. Pero el hombre tenía un As en la manga: “Seguro que no querés leche? Mirá que no es como la que toman en Buenos Aires, eh…”, le puso misterio. Lo miré atónito. Miré a mamá. A papá.
“La de acá es leche de cabra, es mucho más rica. Querés probar? Dale, te traigo y si no te gusta, la cambiamos por el té”, insistió, bonachón.
Accedí.
Y me encantó.
Mamá estaba feliz, supongo que algo incrédula por el crecimiento de la pulga que no tomaba la leche en otro lado, que no comía la carne si no le sacaban la grasita, que no comía pata ni muslo, sólo pechuga, que si la salsa tenía cebolla ponía cara de asco y movía el plato...

Chocho de la vida, mi leche de cabra me daba fuerza cada mañana. Es el gran recuerdo que tengo de esas vacaciones. O que tenía...
Hace unos años, almorzando con mamá en un restorán de Palermo Horse, le comenté que siempre me venía a la cabeza la leche de cabra del hotel de Córdoba.
Mamá rió. Como siempre que se da cuenta de mi estupidez. “Ay... Jota. De verdad nunca te diste cuenta que no era leche de cabra, que te dijo eso para que la tomes?”

(?)

El mundo se me vino abajo. Casi como el día de las tortugas voladoras (coming soon). Nunca creí en los Reyes Magos, en Papá Noel ni en que iba a venir el Hombre de la Bolsa (a propósito: ahora que estoy más grande, se referían al de la Bolsa de Valores? Porque ahí sí tendría miedo). Sí admito mi desilusión cuando encontré una cajita en un cajón de mamá, con mis dientes de leche caídos. No se los había llevado el Ratón Pérez?
Como con mis dientitos, me habían mentido.

Me habían engañado.

Habían estafado la inocencia.

Y me sentí un boludo con veinte años de retroactividad.

18/5/08

Saint Martin

Martes: sol
Miércoles: nublado
Jueves: lluvia
Viernes: lluvia
Sábado: lluvia
Domingo: lluvia
Mañana me voy: está pronosticado lluvia y/o nieve.
Nunca vi llover tanto tiempo seguido y sin parar ni un minuto. Llueve a la noche, a la mañana, al mediodía. Llueve. Sólo llueve.
No puedo ni sacar fotos con esta lluvia. Sólo de la vista húmeda de la cabaña.
Por suerte existen los chocolates y el delivery en San Martín de los Andes. Por suerte.

17/5/08

No culpes a la lluvia

Cortita.

Estoy en San Martín de los Andes y
  • Llueve desde hace tres días
  • Está pronosticado lluvia hasta el día que me voy
  • Está pronosticado nieve desde el día que me voy (o sea, no voy a ver nevar)
  • No tengo piloto, paraguas, campera para lluvia
  • Me compré dos higos bañados en chocolate (foto) y uno estaba podrido.
  • Sigo con urticaria
  • La cama es una mierda, duermo mal a la noche

Chau

16/5/08

Egresados 94

El viaje de egresados era esperado por todos como el motivo, la razón o la excusa para unirnos de una buena vez. Mi división no era lo que se acostumbra decir un grupo homogéneo: eran dos divisiones rejuntadas a partir de cuarto año porque entre las dos llegábamos a 35 alumnos. La mía, la que me acompañó desde primero, tenía una rutina: dejar en el camino al menos a diez o quince personas, brutos, burros, ignorantes, e incorporar repetidores, extraños, delincuentes juveniles e impresentables.
Así llegamos a quinto. Así llegamos al viaje de egresados. Río Estudiantil (existe todavía?).
Bariloche. Hermoso lugar. Mucha ansiedad por la noche, por esquiar, por los deportes de aventura, por la buena onda.
En el hall del hotel Meridien -coqueto alojamiento, ideal para parejas mayores de 50; éramos los únicos estudiantes del recinto- se presentó el primer problema: en mi grupo éramos cuatro inseparables y sólo quedaba un lugar en una habitación de seis y otra habitación para seis. Seba, el más hábil (quería ser abogado, ni idea qué fue de su vida), dijo rápidamente: “Yo me voy con ustedes”. Y se unió a la habitación de seis.
Quedamos Guinzburg, Park y yo (es posible que me equivoque y que en vez de Park sea Marai). Y los tres delincuentes del curso: uno, bajito, estilo Danny DeVito, era el jefe (Gonzalo); otro, flaco y alto, era el descontrolado, el adolescente (Martín?); el último, José, daba algo de pena, seguía al rebaño porque se sentía importante, le gustaba formar parte del eje del mal. Eran más grandes. Y lo hacían notar.

Linda banda. Linda habitación. José tenía paranoia: había llevado marihuana y creído la historieta oficial, que auguraba un futuro de destierro para aquellos drogones que fueran encontrados con las manos en la pasta. Se lavaba las manos diez veces al día, cambiaba de lugar los porros cada veinte minutos, entraba al cuarto y decía: "Hay olor, la puta madre, se van a dar cuenta!". Pedía por favor que no le dijéramos a nadie lo de la droga. Estaba enfermo. Y te enfermaba.

Por culpa de Martín no dormí en las primeras dos noches. Cuando estaba por caer en el sueño, él aparecía, borracho, descontrolado, golpeando la puerta porque había olvidado o perdido las llaves. Cuando alguien le abría, golpeaba las paredes, rompía camas, pegaba empujones y daba vueltas la habitación. Tus medias podían terminar en la planta baja del hotel. Tus cosas, mezcladas con las de otros cinco. Si se cansaba, volvía a salir. Y volvía otra vez borracho horas o minutos después. Así, toda la noche. Todas las noches.
Empecé a arruinar. No tomaba, no salía hasta tan tarde, pero comencé a sentir el no dormir, el despertarme con miedo a que me maten, los gritos, la presión de los otros dos para que hiciera algo. Hablé con DeVito. Iba a tratar de calmarlo.
El cuarto día fuimos a esquiar. Ya estaba algo enfermo, con dolor decabeza. Gripe.
Subimos al cerro. Mientras hacíamos la cola para recibir el equipo de esquí, sentí un mareo. La visión borrosa. No sentí nada más.

Me desperté con dos tipos arrastrándome hacia afuera, hacia el frío, sosteniéndome de los brazos. Me sentaron en una silla, me empujaron la cabeza para abajo, entre las piernas. “Hacé fuerza para arriba, dale”, ordenaron. “Me duele”, rogué. “Hacé fuerza para arriba”, ordenaron.
Me había desmayado. Me había dado tal golpe que tenía un moretón en la frente. Mis compañeros (por así decirlo) no atinaron a tocarme. Se sorprendieron, se asustaron, se quedaron duros.
“Ya estoy bien, ya está. Ya se fueron a esquiar o todavía estoy a tiempo?”, consulté. “Así no vas a ir a esquiar. Te vas al hotel, ya pedí un taxi. Quedate acá tranquilo que en un rato viene”, ordenaron otra vez. Me dieron una 7Up.
Me quedé sentado solo, afuera del refugio, cagado de frío. Diez, veinte, treinta, cuarenta minutos tardó el remise. Me llevó al hotel. Estaba solo. Solo. Solo. Toda la tarde.
A la noche volvieron los demás. Hablé con DeVito: “Todo bien con vos, pero necesito descansar. Me estoy muriendo”. Le di pena.

Me cambié de habitación. Me sumé a la de Seba y los demás (no recuerdo sus nombres y creo que tampoco los sabía entonces). Pusimos un colchó en el suelo.
A la mañana siguiente íbamos a hacer rafting: 39 de fiebre. “Vos te quedás”, ordenaron otra vez.
Las últimas noches dormí como un bebé. Pero no salí (por decisión propia, no me lo ordenaron).

Me perdí a Lorena, una compañera pulposa, pasearse semidesnuda por los pasillos del hotel. Me perdí las borracheras. Me perdí hasta los chocolates. En la otra habitación, DeVito había calmado al monstruo, ya volvía casi sobrio, o al menos no hacía escándalos. Hasta se llevaron bien los cinco.

Reaparecí en la vida diurna para la foto grupal en no sé qué cerro, un clásico de Bariloche. Hace unos años, en la mudanza, la encontré perdida por ahí. No me acordaba los nombres de más de diez compañeros. Le dije a mamá que usara el marco para lo que quisiera. Ese viaje no dejó un gran recuerdo. Y hasta el día de hoy, no esquié, no hice rafting. Ni siquiera vi nevar en mi vida: cuando nevó en Buenos Aires, cuando la ciudad quedó en la historia, cuando mis amigos se juntaron a sacarse fotos, yo no estaba en el país...

14/5/08

Preguntas


Un par de cuestiones...



  • Soy el único que se come la cola en el banco, llega al cajero y se le cae el sistema cuando está por hacer el depósito?

  • Por qué cuando estoy apurado nunca hay taxi?

  • Hasta cuándo me voy a enfermar el día que empiezo las vacaciones?

A ciegas

Fernando estaba ahí, usando la única PC con Internet del diario. Lo miré extrañado. Y miré el monitor. “Esto está buenísimo”, me dice. “Qué es eso?”, consulto. “Una página de chat, entrás acá y chateás con minas de cualquier lado. Ves? La gente es de distintos lugares, depende el canal al que entres”, me explica.
No entendí nada. Pero decidí explorar.
Esa noche, cuando todos se fueron, me quedé chateando. Qué palabra idiota, pensé. Lo sigo pensando. Prefiero decir que hablé con alguien por messenger a decir que estuve chateando.
En ese entonces, el msn ni existía en mi lenguaje. Ni el icq, que igualmente entraría meses después a mi vida, como una droga dura, difícil de dejar (recién la abandoné cuando la reemplacé por el msn). En esa época, la papa estaba en los salones de chat. O al menos era lo que conocía.
Allí me sumergí esa noche, y un par de noches después. Y ahí conocí a Lola Madryn. Vamos a describirla.
Lola Madryn era de Palermo, pero vivía en Puerto Madryn. Estudiaba biología marina o algo así en el Sur. Tenía unos 18 años. Yo jóvenes 23. Muy simpática, me dio charla en un ámbito completamente desconocido para mí y hasta me invitó al privado. Epa.
A no pensar mal: lo único que hacía el privado era impedir que los demás leyeran lo que nosotros nos escribíamos. Que no era nada del otro mundo.
Del chat pasamos al mail. Y un día hasta la llamé.
“Qué voz tierna”, pensé. Dulce, fina. De nena, es verdad.
Un día recibo un mail de Lola Madryn. “La semana que viene voy para Buenos Aires, nos podríamos ver, no?”, sugiere.
Ay.
Qué se hace en esos casos? Se huye? Se desvía la atención a otro lado? Se acepta sin más?
Dudé unos días. Y le respondí que sí.
Me pidió una foto. No tenía, claro. Ni scanner, ni cámara digital ni nada parecido. Le pedí a ella. No tenía, tampoco. Entonces para qué me pide?
Llegó a Buenos Aires. La llamé.
Quedamos: jueves 21.30 en Coronel Díaz y Santa Fe. Era cerca de su casa. Y, fundamental, lejos de la mía: no quería que nadie me viera.
A las 20.30 se largó a llover como si fuera a pasar Noé con los animalitos. La llamé. Confirmamos igual. Me tomé un taxi desde Constitución hasta ahí para no mojarme.
Ya habíamos arreglado todo.

Cómo reconocerse? “Voy con polera violeta”, aseguró. “Conmigo no vas a tener problemas -dije-. Tengo un sweater ridículo, a rayas horizontales blancas, naranjas y azules”. Maldije haber ido así vestido.
Rió.
Llegué temprano, como siempre. Nervioso. Empecé a buscar a mi chica de polera violeta. Pasó una, linda. Ooole.
Pasó otra. Out.
Y otra.
Y otra
Y otra.
Esa noche, todas las minas se pusieron polera violeta para joderme la vida. Esa noche me di cuenta, en realidad, que la polera violeta se usa mucho, es muy común.
Pasaron los minutos y nada.
21.45. Y si es fea?
21.47. Y si es muy fea?
21.50. Y si está tan buena que me da verguenza?
21.52. Y si es fea?
21.55. Viene un taxi hacia mí. Viene por Coronel Díaz, cruza Santa Fe. Yo estoy ahí, en la esquina. El taxi frena frente a mí. Adentro, veo una polera violeta y una cara redonda, muy grande, con unos dientes enooormes y una sonrisa papelonera. La chica de su interior levanta el brazo derecho y me saluda, sonriente. Era Lola Madryn.
Y si corro? Y si me voy?
Tiene mi nombre, mi teléfono, sabe dónde trabajo.
Y si le digo que me siento mal?
Quedo como un idiota.
Bajó del taxi.
Lola Madryn medía una cabeza más que yo, o tal vez más. Doble espalda. Mucho busto. Mucha cadera, cintura, cola, piernas, tobillos, pies. Era enorme!!!!!
Ojo, no era una chica gorda, gordita, no me refiero a eso. No.
Era enorme!!!!! Grande.
Morocha de tez, morocha de pelo, morocha de todo. La ortodoncia le habría venido bien, imagino.
“Hola Jota!”, saluda, feliz. Hola Lola, muerdo para mis adentros. 

Me siento tonto.
Llovía.
“Entramos?”, pregunta.
Acá? A un bar iluminado de Santa Fe y Coronel Díaz? Adonde me puedan ver? Desde donde me miran como si fuera un perrito en una vidriera?
Pensé todo eso y más, pero sería feo decirlo.
“Conozco un bar a un par de cuadras, más lindo, más tranqui”, le digo. “Conozco un bar más oscuro, con menos gente, con pocas mesas, que nadie conoce, que probablemente esté vacío”, pensé en realidad.
Fuimos. Caminamos bajo la lluvia. No eran dos cuadras, sino seis. “Falta mucho?”, me preguntó en un momento. Yo iba un metro más adelante. Iba pensando en matarme.
Llegamos. Había una mesa ocupada. Me senté en una mesita en un rincón, al lado de una ventana. Pedimos. Ella una Coca. Yo un café.
Hablamos.
Hablamos.
Hablamos durante una hora, hora y media. Fui un total caballero. Me banqué, incluso, que el mozo viniera a servir cagándose de risa. De mí? De ella? De los dos? Se reía el muy hijo de puta.
Gentelman total, escuché su historia, le conté la mía. Fui, reconozco, un poco pedante, un poco soberbio, poco yo. Fui todo eso con la única intención de no caerle del todo bien, de no provocar ningún sentimiento afectivo.
Cerca de las 12, le dije que estaba cansado, que había trabajado mucho, que me tenía que ir. Salimos.
En la esquina se tomó un taxi. Me ofreció volvernos a ver la próxima vez que viniera a Buenos Aires. Le dije “vemos”.
Una sola vez volvió a mandarme un mail, el cual fue respondido con total diplomacia.

Juré nunca más volver a salir con una chica del chat.

No pude cumplir mi promesa.

11/5/08

Vuela, vuela

Estar en otro país otorga ciertas licencias, permite actitudes o actuaciones que en tierra propia serían consideradas (por uno mismo) como papeloneras o incluso indignas, hasta merecedoras de ácidos comentarios burlones. En realidad no sé si le pasa a todo el mundo, no es una máxima. A la mierda: yo cuando estoy en otro país me suelto. A mí me pasa. Simple.
En Canadá me pasó eso. Salía casi todas las noches con Franquito y la troupe de periodistas, o incluso con mi hermano, nos quedábamos siempre hasta el final (ergo: 2 de la mañana; allá tienen vida diurna), encarábamos hasta las paredes. Y perdíamos, obviamente. Como siempre. Pero la pasábamos bomba, eh.
El fervor me duró más de lo previsto. Volví a Buenos Aires en julio con la juventud a flor de piel, con ganas de aprovechar el envión. Primer fin de semana. “Nano, salimos?”.
Salimos.
Fiesta de un grupo de teatro. Para juntar fondos, dicen. Siempre dicen eso.
Ni me acuerdo dónde era, pero supongo que por Palermo. “Vamos temprano”, le digo. “Temprano no empieza, boludo”, responde. “Bueno, pero no voy a ir a las dos de la mañana. A esa hora estoy durmiendo, no aguanto”, admito, anciano. “A las 12 no va a haber nadie”, insiste. “Bueno, pero antes de la 1”, propongo.
Antes de la 1.
Llegamos. No había nadie. Tomamos cerveza. Me pido un Fernet.
Nano había convencido a Mariana para que fuera con amigas. Fue con amigas.
Llegaron cuando ya estaba más o menos lleno. Lugar chico, música pedorra (como siempre), pero Jota estaba en su salsa. Jet lag dance, digamos. Me duraba el viaje en la sangre. Mariana y once amigas. No será mucho? "Un tren a Londres... último treeeen!", bailo y canto con cara de idiota. Una de las amigas de Mariana mira, sonríe, también sabe la letra. Lo sé, no es un tema del primer single de los Enanitos Verdes, pero había coincidencia. Vale.
“Me gusta tu amiga”, le digo. “Cuál?”, responde. “Esa”, señalo, no me importa que me vea. “Ya sabía que te iba a gustar. Es azafata”, avisa.
Desde cuándo me gustan las azafatas? Son especiales? No tenía la camisita blanca ni la corbatita roja. Pero estaba buena. Muy buena.
Bailamos. Mirada va, mirada viene. “Cómo se llenó esto... Está insoportable. En cualquier momento me voy”, digo. “Sí, no? Podríamos ir a otro lado”, compra. Gran paso para el hombre y para la humanidad.
Mierda. Hay que sostener esto.
“Estás más buena que un plato de ravioles”, le susurro. O me pone un bife o le pongo el moño.
Sonríe.
Moño.
Propongo irnos. Le aviso a Nano. “Pero yo voy a dormir a lo de Mariana”, dice la azafata. El lomo viene con guarnición... “Quieren venir a tomar algo a casa?”, propone Mariana. “Dale, vamos”, Nano me hace la gamba.
Fuimos.
Con la azafata salimos a comprar unos dulces. Se reía mucho. Mucho. Tal vez demasiado.
Volvimos al departamento. Cuatro horas hablando, y hablando, y hablando. Los cuatro. Nano y Mariana pelearon un poco. Para mí, sobraban.
Ella, la azafata, reía mucho.
A las 6 AM le suena el celular. Habla imperceptiblemente, mientras me mira a los ojos. Corta. Cara de culpa. Expectantes, esperamos.
“No me digas que era él”, dice Mariana. “Sí”, devuelve. Mira con culpa. “Y qué vas a hacer? Lo vas a ver?”, consulta Mariana. “Sí, me voy”, cierra.
“Bueno, estamos de más”, interviene Nano.

Yo con cara de bobo.

"Vamos", manda Nano.

Yo con cara de bobo.

Vamos. Mariana cuenta, incrédula, que era el ex novio, que siempre lo mismo, que no puede ser. “Es la última vez. Voy a terminar con esto, lo prometo”, dice la azafata.
Bajamos. Nano se va para su lado.
“Para dónde vas?”, me pregunta la azafata. “Caballito”, respondo. “Ay, voy para allá! Me llevás en el taxi?”, interroga con cara de pícara. Se ríe.

Siempre se ríe?
Le digo que ni en pedo. Que está loca. Que no vaya a lo del ex. Que venga a mi casa. Dice que no puede.
A las 6.30 estaba en casa. Y ella en lo de su ex novio. Al final la llevé en el taxi, la dejé en el camino, vi cómo el novio la esperaba en el palier de un departamento cercano al mío.

Le saqué el teléfono y la promesa de un encuentro.
Estaba más buena que un plato de ravioles.

Pero esa noche, como de costumbre, dormí solo.

Cajón de recuerdos


En junio del 2005 tomé una decisión sabia: ir al médico. Llamé a mi tío (el doc de la familia), le pedí alguna recomendación y fui a ver a un antiguo maestro suyo, un clínico, de la vieja escuela. Le expliqué el porqué de la visita.
“La última vez que fui a un médico, me llevó mi mamá. Era un pediatra. Y aunque no tengo nada que me moleste, me quiero hacer análisis de rutina, al menos de vez en cuando. Estoy por entrar a los treinta, vio?”.
El Doc me dio la venia. Le pareció bien, claro. Sangre, orina, placas, de todo. A los diez días, volví. “Estás genial, querido. Lo único que te recomiendo es hacer un poco de gimnasia”. La panza, claro. Me dio unos ejercicios para hacer en casa, simples y efectivos. Me intimó a caminar tres veces por semana. Cada tanto le hago caso.
En julio de ese año, un mes después, me agarré una bronquitis. Quince días más tarde, otra. Recaída, dicen. Desde ese momento empecé a tener problemas respiratorios, algo insólito. Jamás me había pasado.
Clínicos, neumonólogos, alergistas, radiografías, nebulizaciones. Y remedios: Asemuk, Meticorten, Proasir Nasal, Refenax, Nasonex, Atrovent, Ventolin, Histamino Corteroid, Seretide… Son los que me acuerdo, pero hubo más.
“Hay tres causas fundamentales que suelen provocar esto”, me dijo un especialista, el doctor Risso Patrón. “Una infección en las vías respiratorias, que no es tu caso. Un problema hereditario, o bronquitis crónica, que no parece. O la tercera, la más factible”, dejó el suspenso.
“Cuál?”, inquirí.
“Estrés emocional”.

En febrero del 2006, los broncoespasmos eran un mal recuerdo.
En medio de la implosión sentimental, y ya en casa de mamá Sara, el trabajo me dio un alegrón: un viaje a Berlin para cubrir un evento de Nike. Día y medio, sí, pero algo es algo. Lindo Berlin.
Allí empecé a sentir cierta picazón por la cola, las axilas, las piernas. Llegué a Buenos Aires brotado. Mi dermatólogo de cabecera no tenía turnos, así que recorrí guardias y otros especialistas. Benadryl? Nada. Como si fuera agua. "Lo mejor en estos casos es un preparado con avena y agua, que hay que dejar reposar en la heladera. Te pasás con un algodoncito por la piel y te calma la picazón", me recomendó otra doctora (?). Nada.
A la semana estaba con urticaria desde los pies hasta el cuello. Daba asco verme. No dormía por la noche a causa de la picazón. Me atendió mi dermatólogo, el Dr. Woscoff, después de unos cuantos días de ansiedad: “Es una alergia. Tomate esto, tranquilo. Que te pidieron estudios porque parece una infección? Uf... te van a dar bien. Tomate esto”. El Ataraxone me salvó la vida. A los dos días no tenía nada, salvo un sueño de novela.
Desde ahí, cada tres o cuantro meses vuelvo a brotarme. "Urticaria autoinmune", diagnosticaron. Mi cuerpo no reconoce mis propias células y las combate con zarpullidos!!! Grosso!!
Allegra, Ataraxone, Diprogenta, Lazar Cort, Elocon, Securo, Ataraxone, Cetizine, Protopic, Detebencil, Doxepina, Histamino Corteroid, hasta homeopatia (psorinum, histaminum)... Comprimidos, inyecciones y cremas no lograron curarme. Quizás, apenas, aliviarme. El año de terapia tampoco curó (pero volveré!).

Estuve cuatro meses sin poder comer tomate, cítricos, chocolate (lo peor que me pasó en la vida fue esa abstinencia), mariscos, picante, frutilla, fiambres, embutidos... Ni alcohol. Debo reconocer que adelgacé un poco.

A todo esto, en mayo del año pasado me desgarré. Nada grave: siete centímetros en el cuádriceps derecho para mi primera lesión muscular, para recibir mis 30 años. Cinco días sin salir de casa (no podía bajar los ocho escalones hasta el ascensor), calmantes para el dolor nocturno, dos meses sin hacer deporte...

No volví a jugar al fútbol.

Sumale las gotas Lopred para una inflamación en el ojo izquierdo; las enfermedades heredadas que me aquejan desde los 17, la alopecia inminente.

Tengo un cajón lleeeeeno de remedios. Uno para cada problemita. Cada tanto lo reviso para tirar los que se van venciendo. Son como recuerdos, fotos de los años infelices. O recuerdos que me llevan al cajón?

Y sigo brotado.

7/5/08

Nacional 17

Aquella mañana de 1993 había nacido diferente. No me despertó el radio reloj, tampoco la alarma del reloj pulsera “siete melodías”. Me levanté solo, sin ayuda, descansado, hasta un poco sobresaltado. Miré la hora. Era temprano.
Mi rutina escolar era justamente eso: rutinaria. Abría los ojos, remoloneaba en la cama, iba al baño, me cambiaba, agarraba la carpeta, una lapicera y salía velozmente hacia el Nacional 17, todavía con los ojos entumecidos por el sueño.
Todo sin desayunar, sin grandes preparaciones estéticas. Jean, remera y peinado a la mano. La costumbre de bañarme cada mañana llegaría un par de años más adelante. La de elegir la ropa, también.
Mamá dormía en su pieza. Mi hermano, en la suya. Intenté no hacer mucho ruido y me cambié a las apuradas.
Llamé el ascensor. Once pisos más abajo, debía esperarme el encargado, baldeando la vereda.
Pero Benito, el encargado, no estaba esa mañana.
Salí a la calle.
No había un alma.
Volví a mirar el reloj. Era la hora que debía ser. Y debía haber más gente en la calle.
Caminé hasta la esquina, vi un poco de movimiento, algunas personas “de edad” caminando por el Parque Rivadavia (hoy, sin tener esa edad, soy yo el habitué de las caminatas por ahí).
Hice otra cuadra, extrañado.
Y otra.
Y frené.

Me sentí un idiota. Maldije al cielo, me golpeé la cabeza con la mano. Di media vuelta, volví a casa malhumorado.
Subí los once pisos sintiéndome un salame.
Abrí la puerta de casa y mamá, en camisón, me encontró por el pasillo. No dijo nada. Me miró. Se dio cuenta.

“Me levanté para ir al colegio…”, me excusé, sonrojado.
“Me di cuenta. Me pareció raro escuchar un ruido y me levanté”, sonrió.

Volví a la cama con apuro, sacándome la ropa a los tirones para disfrutar de lo que quedaba de esa linda mañana de domingo.

6/5/08

El agujerito sin fin...

Mi entrañable amigo Lucas me definió, en plena adolescencia, como el Joven Argentino. En un momento en el que los de mi edad empezaban a tomar, fumar, salir hasta altas horas, despertar sus frenéticas hormonas y comer las comidas más cancerígenas (Lucas era todo eso y, además, barra de All Boys), yo seguía indemne a todo. Cero alcohol, cero tabaco, cero parranda.
Así seguí durante unos cuantos años más. Y aunque el tabaco y el alcohol finalmente fueron (in)oportunamente probados, las drogas siempre estuvieron lejos, lo suficientemente lejos.
Hasta que llegó el día. Ya contaba unos veintipico.

Estaba con mi amigo Pablito H. en la terraza de su casa (creo que también nos acompañaba su amiga Denise), cómodamente recostado sobre la hamaca paraguaya, cuando dije las palabras mágicas. “Bueno, Pablo. Dame, voy a probar”. El PH de PH, sobre la calle Lavalleja, iba a ser testigo de algo impensado.
Pablo rió. Me miró con los ojos bien abiertos, mientras sostenía el cigarrillo armado de hierbas que, hasta ahí, para mí solamente eran aromáticas, olores de otros.
Antes del gran paso, me saqué las dudas:
Me puede dar ganas de tirarme a la calle?
Y si me desmayo?
Taquicardia, acaso?
No quiero reirme dos días seguidos...
Y si me muero, Pablito?
“Nada, no te va a pasar nada. Si le das una pitada, ni te vas a dar cuenta. No te puede hacer nada”, prometió.
Me acomodé en la hamaca. Agarré el novedoso armado y le di una pitada cortita, tragando el humo, expectante. Mantuve el cigarrito ahí, centímetros delante de mi cara, mirándolo confusamente, esperando las consecuencias de semejante locura. Y pasó lo peor.
“Uy, boludo, esto es re fuerte! Siento un calor terrible acá, acá adentro”, dije y señalé el pecho.
Pablo rió.
“No, en serio. Tomá, tomá”, le devolví la droga maldita. Maldita marihuana.
Pablo rió.
“Boludo siento un calor tremendo, me está quemando el pecho”, juré. La pasaba mal. Tenía miedo.
Pablo rió. “No pasa nada, es tu cabeza”, aseguró. La otra (Denise? O era Natalia?) apareció en escena, sin saber bien qué pasaba.
“No, acá, me quema acáaaaaaaaa...ay, Ay!!!!”.
Me quemó.

Mientras recorría mi pecho con el dedo, la yema tocó una brasa del cigarrillo que se me había caído y que, lógicamente, me asaba la piel. Pegué un saltito. Me saqué la ceniza hirviente de encima. Pablo rió. Había olor a quemado. Piel quemada. Y algodón quemado.

La remera de entonces todavía la tengo, gris, con un logo negro de Salve a las ballenas (cuando me la pongo para dormir, parece que el pedido es por mi salvación).

Sigue con su agujerito intacto, recuerdo imborrable de una droga que, por suerte, pude dejar antes de que me llevara hasta el fin...

5/5/08

Ay mamá pulpa...

Dice la Real Academia Española.
Pulpería: Tienda donde se venden diferentes géneros para el abasto.

De chico tenía ciertas habilidades. Una era el dibujo. Dibujaba bien. Pintaba bien. Era uno de los aplicados en actividades prácticas y un buen alumbo en plásticas.

Y también, como ahora, era disperso. Me perdía en cualquier nebulosa mientras daban una clase, las maestras (o señoritas) me encontraban pensando en mis sueños de Meteoro o Superman.
Una vez, en no sé qué clase, la seño armó un concurso: había que dibujar una pulpería.
Semanas atrás, supongo, habíamos estado hablando del tema. Se habrá tocado en algún libro, en algún monólogo docente. Por eso cuando dijo "manos a la obra", todos, yo incluido, nos pusimos a dibujar.
El invento era precioso. Divino. Todo en lápiz, como me gustaba, con diversos tonos de negro y gris, sombras, etc, mi creación iba a ser la envidia de la clase. La señorita anunció el final. Y pidió voluntarios para mostrar el dibujo.
"Yo! Yo! Yo!", grité, con las manitas levantadas y la voz de flauta de entonces. "Bueno, Jota, a ver qué hiciste. Levantalo así lo miramos todos", pidió.
Sonreí. Me puse de pie. Estaba orgulloso. Mostré la hoja, la roté, para que todos la vieran.

Encontré risas, carcajadas y aplausos hasta de la maestra. Me puse rojo, bordó, negro. No entendí qué pasaba.
"Qué es eso, Jota?", inquirió la seño.
"Una pulpería! Acá están los pulpos", enseñé, lógico, puntualizando los moluscos que colgaban de un gancho en la ventana de un negocio impecable y moderno, tal mi imaginación derrotada.
Si en la fiambrería se venden fiambres; si en la pescadería, pescados; si en las carnicerías, carne; y en la heladería, helados... Qué otra cosa se iba a poder comprar en una pulpería?

4/5/08

De Punta

Enero de 2006 no fue lo que se dice un comienzo de año pum para arriba. Recién separado, recién vendido (y dividido) el departamento, recién vuelto a la casa de mamá con casi 29 años, acepté una invitación para airear el cerebro y mojar las patitas en el agua fresca.
Así, pues, le dije que sí a mi viejo y decidí recibir con los brazos abiertos el pasaje en avión para visitarlo unos días en Punta del Este, en donde veraneaba con su pareja y mis tíos.
Allí fui, pero no solo en la aventura: me acompañaba Camil, hermano político desde hace unos 15 años, otro periodista en la familia, quizá otro perdedor.
Pasé a buscarlo en un taxi con el tiempo suficiente como para prever un piquete en esa mañana de domingo de enero, que como todas las mañanas de domingo de cualquier enero no contaba con un motivo para retrasarse. Llegamos a Aeroparque más de una hora antes de lo necesario.
Presento los pasajes, la señorita de LAPA me pide los documentos.
Los mira.
Me mira.
Lo mira (sólo el mío).
“No tenés el DNI?”, me dice, entregándome la Cédula de Identidad. “O el pasaporte”, agrega.
“No”, respondo.
“Con esto no podés viajar. Está vencida”.
Cómo? Vence? Venció mi identidad? Yo ya no soy yo!?
Vencida: desde hacía tres años, la Cédula estaba vencida. Había viajado dos veces a Uruguay, en barco, pero nunca había pasado nada. De pronto, venció. O me enteré que venció.
Que no cunda el pánico: llamé a mamá, la desperté, la hice revisar unas cajas de la reciente mudanza-regreso-a-casa-de-la-vieja, encontró mi pasaporte.
“Mandámelo en un taxi. Yo ya llamo. Ponelo en un sobre que diga mi nombre y Aeroparque. Gracias!”.
A los 10 minutos me avisó mamá, y también el señor del taxi, que el envío estaba en camino. En 20, a lo sumo, tenía que estar llegando. Sobraba más de media hora.
Nos sentamos con Camil a tomar un café. Me contó de su vida, de su trabajo (ya trabajaba el pendejo!), le conté de mis derrotas.
Qué grandes estamos, pensé.
Miré el reloj. Ya debería llegar el taxi.
Salí a la puerta, no pasaba un alma. Ni un taxi. Esperé. No llegaba. Llamé.
“Está llegando, me dicen. Cómo está vestido?”
Me describí.
No llegaba. Llamé.
-Me dice que está ahí pero usted no está, señor.
-Cómo que no estoy? Yo estoy acá, o acaso usted puede ver desde la central?.
-Me dice el chofer que está en la entrada del espigón internacional de Aeroparque y no hay nadie.
-Disculpame… El taxi no se habrá ido a Ezeiza, no? Porque yo estoy en A-e-ro-par-que!
Escucho que llama al taxista. Le pregunta: “Está seguro que está en Aeroparque?”. El chofer le responde: “Usted me está cargando, se piensa que no conozco Aeroparque?”. Me sentí mal. Qué pregunta boluda.
Ya estaba endemoniado: “Mirá, se me va el avión. Es fácil: si está en el Aeroparque Jorge Newbery, que retome por la costanera y vuelva a empezar. Cuando yo vea un móvil de Mi Taxi, me le tiro encima. Me encuentra seguro”.
Corto. Me llaman. “Está esperándolo en una estación de servicio Petrobrás, señor”.
Corrí por la avenida, buscando la estación. No la encontré. A los insultos con la operadora, empecé a preocuparme. “Me dicen que ya tenemos que embarcar”, aparece Camil. “Deciles que esperen cinco minutos”, pedí. Entró al hall.
“Se fue el avión… Me dicen que hay otro en dos horas, que nos podemos tomar ese”.
Enfurecí.
Llamé a Mi Taxi. Los insulté de arriba a abajo. Me pasaron con “el supervisor”. Lo insulté de arriba a abajo. Me dijo que no entendía cómo nos desencontramos. Aseguró estar viendo un plano de Aeroparque y no entiende cómo no me veo con el taxista. Deberíamos estar enfrente. Cortó.
Llamó al segundo: “Mire, no sé cómo decirle esto, pero… El taxista se equivocó, está en Ezeiza, ya va para allá”.


“Vos me estás cargando? Ustedes son pelotudos? Hace media hora le dije eso y el pelotudo dijo que estaba en Aeroparque!!!! Son boludos??”, bramé.
Se me había pasado el asma, la disfonía, todos los problemas respiratorios que arrastraba desde hacía seis meses -un post para el futuro, seguramente-.
Se disculpó de mil maneras. Me dijo que el chofer iba a ser sancionado, que en 20 minutos estaba el taxi ahí. “Yo no pienso pagar un peso de este viaje. Es más, me deben plata porque tengo que cambiar el pasaje”, le aclaré. “No se haga problema, usted no paga nada”, informó.

Llamó papá. Que dónde estamos, que nos estaba esperando en Uruguay. Aclaramos todo. Corté.

Llaman del radio taxi. “El móvil está llegando, señor. Y no se preocupe: es el último viaje de este chofer, ya fue informado”.
Ay...
Ay...
Me sentí mal. Llegó el taxi. Cuando vi al chofer, un pobre laburante de 45-50 años, temblando, entregándome el sobre, temí por él. “No sé qué decirle... Hace 20 años que trabajo arriba del auto y nunca me pasó algo así. No sé qué me pasó”, intentó aclarar.
Agarré el sobre casi sin mirarlo, todavía con bronca, ahora con culpa. “Ya está, listo. Por suerte hay otro vuelo”, dije. Volvió a disculparse. Se fue.
Llamé a Mi Taxi. Pedí que no lo echen, que ya igual iba a tener que hacerse cargo de ese viaje trunco. Me pidieron disculpas. Aclaré que nunca más iba a llamar.
Dos años después, sigue siendo mi radio taxi de cabecera. Uno es perdedor por naturaleza, casi de gusto: le encantaría tropezar dos veces con la misma piedra.

3/5/08

Apuestas

Hay que admitirlo: a uno le tira el juego.
De adolescente nos juntábamos con los (ex) chicos a jugar al black jack, poker y demases por migajas o no tanto.
Más grandecitos, con otro grupo, mantuvimos la costumbre: cada viernes por la noche, Tele, Gabi, Pol, Oliver, Lajma y yo nos reuníamos en alguna casa a darle duro a las cartas hasta entrada la madrugada, con cigarritos, habanos, algún trago y el infaltable café de Flor cuando nos albergaba el jardín de invierno de la calle Lezica.
Algunas noches había uno que se iba sin poder sentarse, con bronca por el mango perdido, dolorido.
Otro siempre sacaba a relucir su sonrisa.
Otros tiempos, muy lejanos.
Ahora hay métodos más modernos. Y después de meditarlo unos cuantos días, me decidí: abrí una cuenta en una de esas casas de apuestas deportivas online. Internacional, por supuesto, segura; y recién llegada a la Argentina.
Cien pesitos: ése fue mi depósito inicial, que demoraría alrededor de 14 días hábiles en hacerse efectivo.
El 13 de marzo, bien temprano, recibí la notificación: "Se han acreditado sus fondos".
El 13 de marzo, cuatro horas más tarde, recibí otro correo: "Debido a circunstancias ajenas a nosotros, la página se halla temporalmente fuera de servicio".
"La página" es -hace falta decirlo?- la página de la casa de apuestas deportivas. La online. La internacional. La segura. La recién llegada a la Argentina. La p...

Dos meses después, mi dinero sigue ahí, flotando en el espacio inaccesible pero "a salvo", según aseguraron en otro e-mail.
La web, clausurada por orden judicial, a la espera de un acuerdo entre la empresa, la AFA y el gobierno.
Y mis ganas de apostarle a algo siguen encerradas en otro fracaso.

Siete de oro... o de copas

Me gusta leer. Mucho.
Desde siempre, pero con los años la idea de no dormirme sin dar unas vueltas de página se volvió necesidad, placer, regocijo.
Y no puedo no terminar un libro avanzado: si en las primeras páginas me doy cuenta de que no me gusta, lo dejo para otra ocasión (ocasión que generalmente encuentro años después); si sigo un poco, llego indefectiblemente hasta el final.
Las vacaciones son, claro, un buen momento para la lectura. Eso pensaba en los días de fin de año-año nuevo del 2000/2001, cuando me trasladé con amigos a Ostende. Pablo, Tele, Gaby y yo llegamos de a poco, alguno solo, otros de a dos, y después de varios días de sol y buena comida (nunca mujeres, no por falta de ganas sino de coraje, valor, capacidad o triunfalismo), así como caímos nos fuimos levantando para volver a la vida de la ciudad.
Fui el último en dejar Ostende, una medianoche, con todo ese día en soledad. Y sin libro.
Me acerqué, entonces, con mi soledad al centro de Pinamar.
Caminé, encontré una librería, hurgué el material. Y compré: Siete de oro, de Antonio Dal Masetto, "una de esas pocas novelas que adquieren con el tiempo un perfil emblemático y legendario", se lee aún en la contratapa.
Siempre me gustó leer a Dal Masetto y sus crónicas de café en Página 12. Dije, entonces: la novela tiene que ser superior. Y lo fue.
Devoré casi medio libro, unas 90 páginas, en esa tarde. Un poco en la playa, otro poco en el hotel, el resto en la terminal de ómnibus. No veía la hora de llegar a Buenos Aires para seguir leyendo -en los micros y autos me marea la vista-.
Ya en la Ciudad, la rutina me devoró los tiempos. Enlentecí el ritmo, demoré semanas, quizá meses en avanzar. Pero lo hice.
El capítulo 15 me encontró motivado. La historia, abierta de par en par, me llevaba a una y otra línea. Leía a borbotones: "Siento que desde mi cuerpo surge, a través de la noche, toda la fuerza que siempre he encontrado en los peores momentos. Caen los minutos, una luz se mueve sobre el agua. Cuando regresamos, alumbrán-" (STOP)
Así terminó la página 160. Y yo terminé asediado por la curiosidad.
Y la 161? En blanco.
En la 163 arrancó otro capítulo, al cual no le faltaba imprimir una página sino cuatro o cinco. Y así hasta el final del libro.
Tenía páginas en blanco!!!!!!!!!!
Recorrí varias librerías de Buenos Aires y encontré, en todas, la misma respuesta: "Tendrías que ir a donde lo compraste para que te lo cambien, tenés la factura?". No, no tengo la factura! Y no voy a viajar a Pinamar para cambiar un libro.
"Sos un perdedor", me dijo un amigo, compañero en el gusto de leer, al que nunca le pasó nada semejante. A mí tampoco, a pesar de que cada vez que compro uno, ahora reviso que tenga todo en su lugar, sin espacios vacíos.

No me enojé por el comentario de mi amigo. Con el tiempo entendí que tenía razón. Sólo que me quedé con las ganas de saber cómo termina Siete de 0ro, el único libro que nunca terminé...

Zapato

Necesito zapatos, un par sencillo, color marrón, sin estridencias.
Para andar, para ir a trabajar, para salir alguna vez. Hasta pueden parecer zapatillas.
Pensé en eso toda la semana, en ir a comprarlos. Pero recordé algo: los fantásticos Hush Puppies que tengo desde hace por lo menos un lustro, casi sin uso, que me había comprado para un civil y usado solamente un par de veces, porque me quedaban ajustados.
Los busqué.
Los encontré fácil.
Los limpié con un pañito húmedo.
Divinos. Los llevé a la zapatería, para que me los agranden un poco.
"Probátelos", me dijo el hombre, fenómeno, después de cinco minutos de arreglo puertas atrás.
"Increíble, ni me molestan ahora", confirmé.
"Cuánto?", consulté.
"Nada, pibe. Nada".
Me fui.
Volví a casa, me bañé, me cambié, me puse los zapatos, me fui a trabajar. Volaba. La suela estaba livianita, acolchonada, parecía caminar por el aire.
Llegué al trabajo. Sentí cierta molesta en la suela. La miré: le faltaba la mitad.
Miré el otro zapato, la otra suela: faltaba la mitad.
No soñaba, no: habían desaparecido dos medias suelas, corroídas por el paso del tiempo, podridas de toda pudredumbre. Dejé el tendal: un caminito de goma negra por los pasillos de la oficina.
Huí de ahí. Busqué un taxi. Volví a casa, en puntas de pie.
Me saqué los zapatos, los miré: seguían impecables en la parte de arriba, la cuerina pulcra, marrón vívido, lujo de otros años.
Abajo, quedaban retazos, pedacitos de goma con aspecto de tierra.
Y una sensación, triste sensación de derrotado.

2/5/08

(No) nos tapó el agua

Uno es aplicado, preparado, ha estudiado el tema. Se puede llegar a una conclusión: casi que se recibió de perdedor. Es como tener un título no oficial, no reconocido por ninguna escuela ni universidad.
Si no, no se explicaría esto...
Año 2006. Necesito vacaciones, digo, pienso, fuera de la temporada de verano. Digo, y pienso, que me quiero ir a algún lugar lindo, alejado, turístico, imponente. Busco compañía. La encuentro.
Pido días en el trabajo, no muchos. Cuatro. Uno para organizar las cosas, tres para viajar, para conocer, por fin, las Cataratas del Iguazú, un reducto ineludible de los visitadores argentinos y extranjeros.
Todo está planificado: avión, buen hotel, ahorros necesarios, compañía. Y adiós Buenos Aires.
Impecable el hotel. Impecable la comida. Pero el destino de perdedor tiene, generalmente, preparada una sorpresa: un título del diario Clarín que alertaba a modo de catástrofe: "El día en que las Cataratas del Iguazú quedaron casi secas".
Secas.
Secas.
Las Cataratas del Iguazú!!
El hilito de agua que bajaba era una risa.
Justo, justo, esa semana.
Secas.
Las Cataratas!!!!!!!!!!
En el trabajo se descostillaban de risa mientras recibía sus mensajes de texto.
Secas!
En tres palabras se explica: per-de-dor.
Desde ese día son tres funestas palabras.

1/5/08

Un viaje de ida

No hay mejor manera de comenzar que con una historia de amor. De esos amores que no son, para ser sincero, amores. Tienen más que ver con la obsesión pasajera, calentura del momento, estar en el día y en el lugar correctos (o equivocados). Son amores que funcionan, por lo general, como meras anécdotas. Pues bien, éste es uno de esos amores...
Julio de 2007. Canadá. Toronto. Estaba en Union Station, la estación central de trenes de la ciudad, esperando el que iba camino a Oshawa. Ahí estaba con atuendo turístico, la mochila cargada de folletos, cámara de fotos, libro, reproductor de mp3, papeles varios, lapiceras. Y ahí apareció ella. Morocha, pelo largo, ojos marrones pero encendidos. Nariz prominente, atractiva, seductora. Su mirada ya era suficiente, pero tenía más. Dos buenas razones para mirar el escote, piernas perfectas y un vestido verde, cortito, de algodón, que realzaba su figura. Una bestia. Un bombón.
Llegó el tren. Dejé subir a toda la gente. Ella había ido hacia otra puerta. Cuando pensé que no quedaba nadie más que yo, apareció por detrás: "Please", le dije en perfecto inglés, señalándole la entrada. Sonrió. Pasó.
Se ubicó en el primer piso del tren. Yo también. Me senté del otro lado del pasillo, en la misma fila que ella. Saqué el libro. Comencé a leer. Ella también. Tenía una versión de Cien años de soledad, en inglés, libro que yo había leído unas seis veces (no recuerdo cuál tenía en mis manos en ese momento). Cada tanto levantaba la vista (no ella, sino yo) y encontraba la suya en mis ojos. Lindo momento, lindo.
Pasó una estación. Y otra. Y otra. Qué hago? Cómo le arranco un tema de conversación con diez o veinte palabras mal pronunciadas en inglés? Y si le escribo algo?
Ella de a ratos sonreía mientras yo, en una libreta, garabateaba frases en inglés al estilo "you are very beautiful", de segundo grado.
Otra estación. Y otra. Qué hago?
Terminé la carta. Ella me miraba, se sonreía. Estiraba sus piernas sobre el asiento de adelante. Sabía que la miraba.
Faltaban dos estaciones. Releí la carta. Decía algo así: "Hola, me llamo Jota, soy de Argentina. Lamento no decirte esto personalmente pero mi inglés es patético. Sos muy linda. Me quedo en Canadá diez días más, si tenés ganas de salir a tomar algo con alguien que no habla mucho inglés, llamame o escribime. Ah, muy buen libro". Recuerdo que le nombré algún personaje del libro (Aureliano Buendía, creo). Antes de bajarme, me acerqué. Le dije "hi!", le di la carta ("it's a present for you") y bajé.
Todavía me sigo preguntando qué me llevó a hacer semejante estupidez.
Todavía me sigo preguntando, también, por qué no me contestó. Habrá sido mi inglés patético? Mi cara? Habrá perdido el papelito?
Quizá haya sido el simple destino de un perdedor.

Yo no me quiero casar... (II)

Después de un par de días de meditarlo con la almohada, decidí qué hacer con la señorita protagonista de un par de post atrás. En realidad, ...