4/5/08

De Punta

Enero de 2006 no fue lo que se dice un comienzo de año pum para arriba. Recién separado, recién vendido (y dividido) el departamento, recién vuelto a la casa de mamá con casi 29 años, acepté una invitación para airear el cerebro y mojar las patitas en el agua fresca.
Así, pues, le dije que sí a mi viejo y decidí recibir con los brazos abiertos el pasaje en avión para visitarlo unos días en Punta del Este, en donde veraneaba con su pareja y mis tíos.
Allí fui, pero no solo en la aventura: me acompañaba Camil, hermano político desde hace unos 15 años, otro periodista en la familia, quizá otro perdedor.
Pasé a buscarlo en un taxi con el tiempo suficiente como para prever un piquete en esa mañana de domingo de enero, que como todas las mañanas de domingo de cualquier enero no contaba con un motivo para retrasarse. Llegamos a Aeroparque más de una hora antes de lo necesario.
Presento los pasajes, la señorita de LAPA me pide los documentos.
Los mira.
Me mira.
Lo mira (sólo el mío).
“No tenés el DNI?”, me dice, entregándome la Cédula de Identidad. “O el pasaporte”, agrega.
“No”, respondo.
“Con esto no podés viajar. Está vencida”.
Cómo? Vence? Venció mi identidad? Yo ya no soy yo!?
Vencida: desde hacía tres años, la Cédula estaba vencida. Había viajado dos veces a Uruguay, en barco, pero nunca había pasado nada. De pronto, venció. O me enteré que venció.
Que no cunda el pánico: llamé a mamá, la desperté, la hice revisar unas cajas de la reciente mudanza-regreso-a-casa-de-la-vieja, encontró mi pasaporte.
“Mandámelo en un taxi. Yo ya llamo. Ponelo en un sobre que diga mi nombre y Aeroparque. Gracias!”.
A los 10 minutos me avisó mamá, y también el señor del taxi, que el envío estaba en camino. En 20, a lo sumo, tenía que estar llegando. Sobraba más de media hora.
Nos sentamos con Camil a tomar un café. Me contó de su vida, de su trabajo (ya trabajaba el pendejo!), le conté de mis derrotas.
Qué grandes estamos, pensé.
Miré el reloj. Ya debería llegar el taxi.
Salí a la puerta, no pasaba un alma. Ni un taxi. Esperé. No llegaba. Llamé.
“Está llegando, me dicen. Cómo está vestido?”
Me describí.
No llegaba. Llamé.
-Me dice que está ahí pero usted no está, señor.
-Cómo que no estoy? Yo estoy acá, o acaso usted puede ver desde la central?.
-Me dice el chofer que está en la entrada del espigón internacional de Aeroparque y no hay nadie.
-Disculpame… El taxi no se habrá ido a Ezeiza, no? Porque yo estoy en A-e-ro-par-que!
Escucho que llama al taxista. Le pregunta: “Está seguro que está en Aeroparque?”. El chofer le responde: “Usted me está cargando, se piensa que no conozco Aeroparque?”. Me sentí mal. Qué pregunta boluda.
Ya estaba endemoniado: “Mirá, se me va el avión. Es fácil: si está en el Aeroparque Jorge Newbery, que retome por la costanera y vuelva a empezar. Cuando yo vea un móvil de Mi Taxi, me le tiro encima. Me encuentra seguro”.
Corto. Me llaman. “Está esperándolo en una estación de servicio Petrobrás, señor”.
Corrí por la avenida, buscando la estación. No la encontré. A los insultos con la operadora, empecé a preocuparme. “Me dicen que ya tenemos que embarcar”, aparece Camil. “Deciles que esperen cinco minutos”, pedí. Entró al hall.
“Se fue el avión… Me dicen que hay otro en dos horas, que nos podemos tomar ese”.
Enfurecí.
Llamé a Mi Taxi. Los insulté de arriba a abajo. Me pasaron con “el supervisor”. Lo insulté de arriba a abajo. Me dijo que no entendía cómo nos desencontramos. Aseguró estar viendo un plano de Aeroparque y no entiende cómo no me veo con el taxista. Deberíamos estar enfrente. Cortó.
Llamó al segundo: “Mire, no sé cómo decirle esto, pero… El taxista se equivocó, está en Ezeiza, ya va para allá”.


“Vos me estás cargando? Ustedes son pelotudos? Hace media hora le dije eso y el pelotudo dijo que estaba en Aeroparque!!!! Son boludos??”, bramé.
Se me había pasado el asma, la disfonía, todos los problemas respiratorios que arrastraba desde hacía seis meses -un post para el futuro, seguramente-.
Se disculpó de mil maneras. Me dijo que el chofer iba a ser sancionado, que en 20 minutos estaba el taxi ahí. “Yo no pienso pagar un peso de este viaje. Es más, me deben plata porque tengo que cambiar el pasaje”, le aclaré. “No se haga problema, usted no paga nada”, informó.

Llamó papá. Que dónde estamos, que nos estaba esperando en Uruguay. Aclaramos todo. Corté.

Llaman del radio taxi. “El móvil está llegando, señor. Y no se preocupe: es el último viaje de este chofer, ya fue informado”.
Ay...
Ay...
Me sentí mal. Llegó el taxi. Cuando vi al chofer, un pobre laburante de 45-50 años, temblando, entregándome el sobre, temí por él. “No sé qué decirle... Hace 20 años que trabajo arriba del auto y nunca me pasó algo así. No sé qué me pasó”, intentó aclarar.
Agarré el sobre casi sin mirarlo, todavía con bronca, ahora con culpa. “Ya está, listo. Por suerte hay otro vuelo”, dije. Volvió a disculparse. Se fue.
Llamé a Mi Taxi. Pedí que no lo echen, que ya igual iba a tener que hacerse cargo de ese viaje trunco. Me pidieron disculpas. Aclaré que nunca más iba a llamar.
Dos años después, sigue siendo mi radio taxi de cabecera. Uno es perdedor por naturaleza, casi de gusto: le encantaría tropezar dos veces con la misma piedra.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Genial el relato. Me reí y me sentí muy identificado, por algo será, jua. Javi, muy buena iniciativa.

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