16/5/08

Egresados 94

El viaje de egresados era esperado por todos como el motivo, la razón o la excusa para unirnos de una buena vez. Mi división no era lo que se acostumbra decir un grupo homogéneo: eran dos divisiones rejuntadas a partir de cuarto año porque entre las dos llegábamos a 35 alumnos. La mía, la que me acompañó desde primero, tenía una rutina: dejar en el camino al menos a diez o quince personas, brutos, burros, ignorantes, e incorporar repetidores, extraños, delincuentes juveniles e impresentables.
Así llegamos a quinto. Así llegamos al viaje de egresados. Río Estudiantil (existe todavía?).
Bariloche. Hermoso lugar. Mucha ansiedad por la noche, por esquiar, por los deportes de aventura, por la buena onda.
En el hall del hotel Meridien -coqueto alojamiento, ideal para parejas mayores de 50; éramos los únicos estudiantes del recinto- se presentó el primer problema: en mi grupo éramos cuatro inseparables y sólo quedaba un lugar en una habitación de seis y otra habitación para seis. Seba, el más hábil (quería ser abogado, ni idea qué fue de su vida), dijo rápidamente: “Yo me voy con ustedes”. Y se unió a la habitación de seis.
Quedamos Guinzburg, Park y yo (es posible que me equivoque y que en vez de Park sea Marai). Y los tres delincuentes del curso: uno, bajito, estilo Danny DeVito, era el jefe (Gonzalo); otro, flaco y alto, era el descontrolado, el adolescente (Martín?); el último, José, daba algo de pena, seguía al rebaño porque se sentía importante, le gustaba formar parte del eje del mal. Eran más grandes. Y lo hacían notar.

Linda banda. Linda habitación. José tenía paranoia: había llevado marihuana y creído la historieta oficial, que auguraba un futuro de destierro para aquellos drogones que fueran encontrados con las manos en la pasta. Se lavaba las manos diez veces al día, cambiaba de lugar los porros cada veinte minutos, entraba al cuarto y decía: "Hay olor, la puta madre, se van a dar cuenta!". Pedía por favor que no le dijéramos a nadie lo de la droga. Estaba enfermo. Y te enfermaba.

Por culpa de Martín no dormí en las primeras dos noches. Cuando estaba por caer en el sueño, él aparecía, borracho, descontrolado, golpeando la puerta porque había olvidado o perdido las llaves. Cuando alguien le abría, golpeaba las paredes, rompía camas, pegaba empujones y daba vueltas la habitación. Tus medias podían terminar en la planta baja del hotel. Tus cosas, mezcladas con las de otros cinco. Si se cansaba, volvía a salir. Y volvía otra vez borracho horas o minutos después. Así, toda la noche. Todas las noches.
Empecé a arruinar. No tomaba, no salía hasta tan tarde, pero comencé a sentir el no dormir, el despertarme con miedo a que me maten, los gritos, la presión de los otros dos para que hiciera algo. Hablé con DeVito. Iba a tratar de calmarlo.
El cuarto día fuimos a esquiar. Ya estaba algo enfermo, con dolor decabeza. Gripe.
Subimos al cerro. Mientras hacíamos la cola para recibir el equipo de esquí, sentí un mareo. La visión borrosa. No sentí nada más.

Me desperté con dos tipos arrastrándome hacia afuera, hacia el frío, sosteniéndome de los brazos. Me sentaron en una silla, me empujaron la cabeza para abajo, entre las piernas. “Hacé fuerza para arriba, dale”, ordenaron. “Me duele”, rogué. “Hacé fuerza para arriba”, ordenaron.
Me había desmayado. Me había dado tal golpe que tenía un moretón en la frente. Mis compañeros (por así decirlo) no atinaron a tocarme. Se sorprendieron, se asustaron, se quedaron duros.
“Ya estoy bien, ya está. Ya se fueron a esquiar o todavía estoy a tiempo?”, consulté. “Así no vas a ir a esquiar. Te vas al hotel, ya pedí un taxi. Quedate acá tranquilo que en un rato viene”, ordenaron otra vez. Me dieron una 7Up.
Me quedé sentado solo, afuera del refugio, cagado de frío. Diez, veinte, treinta, cuarenta minutos tardó el remise. Me llevó al hotel. Estaba solo. Solo. Solo. Toda la tarde.
A la noche volvieron los demás. Hablé con DeVito: “Todo bien con vos, pero necesito descansar. Me estoy muriendo”. Le di pena.

Me cambié de habitación. Me sumé a la de Seba y los demás (no recuerdo sus nombres y creo que tampoco los sabía entonces). Pusimos un colchó en el suelo.
A la mañana siguiente íbamos a hacer rafting: 39 de fiebre. “Vos te quedás”, ordenaron otra vez.
Las últimas noches dormí como un bebé. Pero no salí (por decisión propia, no me lo ordenaron).

Me perdí a Lorena, una compañera pulposa, pasearse semidesnuda por los pasillos del hotel. Me perdí las borracheras. Me perdí hasta los chocolates. En la otra habitación, DeVito había calmado al monstruo, ya volvía casi sobrio, o al menos no hacía escándalos. Hasta se llevaron bien los cinco.

Reaparecí en la vida diurna para la foto grupal en no sé qué cerro, un clásico de Bariloche. Hace unos años, en la mudanza, la encontré perdida por ahí. No me acordaba los nombres de más de diez compañeros. Le dije a mamá que usara el marco para lo que quisiera. Ese viaje no dejó un gran recuerdo. Y hasta el día de hoy, no esquié, no hice rafting. Ni siquiera vi nevar en mi vida: cuando nevó en Buenos Aires, cuando la ciudad quedó en la historia, cuando mis amigos se juntaron a sacarse fotos, yo no estaba en el país...

2 comentarios:

Mery dijo...

ay... me dio mucha ternura...
dejame pensar algo de mi viaje de egresados, y te lo cuento.
te acordas de rio estudiantil?? haciamos cualquier cosa por conseguir la remera!!
jaja!!

Anónimo dijo...

Creo haber leido solo 5 posts del blog hasta ahora, y sinceramente empiezo a dudar. No puede existir alguien con tan mala leche. Suerte, si de algo sirve.

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