Nunca me gustó mucho festejar mi cumpleaños. No sé por qué. Tal vez tenga que ver con que soy un perdedor (in)nato y nací en enero, cuando todo el país está de vacaciones.
O sea: imagino que cuando era chico y mis papás me organizaban la fiestita de cumpleaños, venían pocos amiguitos. Habré quedado traumado, no sé...
Les decía... Nunca me gustó mucho festejar mi cumple. Desde adolescente, desde que empecé a decidir cómo celebraba cada nueva velita. Fue en ese entonces, época de secundaria, cuando un 28 de enero, día cumpleañeril, mis amigos me invitaron a jugar al paddle (o padel).
No les voy a decir que era raro porque en ese entonces, pleno auge de ese deporte romperodillas, íbamos seguido a jugar al paddle (o padel). Pero sí, para qué mentirnos: era raro, además, porque no éramos cuatro, sino cinco. Pablo, Blu, Lalo, Gaby y yo* nos encontramos en una cancha en la que nunca habíamos jugado, sobre avenida Independencia, más o menos a la altura de Jujuy. O eso recuerdo.
Y fue más raro, todavía, porque segundos antes de empezar a jugar se largó a llover. Y lógicamente, yo atiné a irme de la cancha.
-Adónde vas? -preguntó Pablo.
-Está lloviendo, boludo, no vamos a seguir jugando -respondí.
-Sigamos! No quieren seguir?
Todos respondieron que sí, hasta Lalo, poco afecto a cualquier movimiento que no sea rascarse la ingle. A mí no me quedó otra que seguir jugando. Bajo la lluvia.
Terminamos de jugar cuando ya no llovía y tomamos unas gaseosas en la calle.
-Qué se toman ahora? -consulté con la intención de compartir el colectivo.
-Yo el 124 -respondió Gaby.
-Yo voy caminando para allá, nada que ver con tu casa -respondió Pablo.
-Yo... yo también -respondió Lalo.
Me tomé, solo, el 96, derechito por Independencia, Juan Bautista Alberdi, parada y abajo, caminando a casa.
Pensaba, entonces, en todas las rarezas. Pensaba, también, en que no me habían preguntado si iba a festejar mi cumpleaños. Y pensaba, además, en que no conocía ningún 124 que pasara por ahí ni por la casa de Gaby.
Yo vivía con mamá y mi hermano en el piso 11. Al subir al ascensor del edificio, unos ruidos molestos empezaron a perturbarme. "La puta madre, justo hoy se le ocurre hacer una fiesta a un vecino?", me quejé para mis adentros, malhumorado, cansado, agotado, mojado. Y sudado.
Ya en el piso nueve el ruido era insoportable. "No puedo tener tanta mala suerte. Justo mi vecino tiene gente en casa?", protesté.
Al llegar al 11, al llegar a la puerta de casa, comprendí que la fiesta estaba en casa. "Mamá invitó amigas", supuse. Hasta que escuché los gritos, las voces conocidas y una que delató todo:
-Shhh... cállense que ya viene Jota!!!
Me quise morir. Una fiesta sorpresa para mí??? Una fiesta que no quiero??? Tanta gente en mi casa y yo que me quiero ir a dormir???
Pensé en huir, en irme, en dejarlos a todos plantados. Pero no... Intenté abrir la puerta y una llave del lado de adento me lo impedía. Me abrió mamá con cara de feliz cumpleaños. Sí, de feliz cumpleaños. A su lado, todos mis amigos y amigas rebosaban una sonrisa que odié durante años.
Mamá dijo "feliz cumple, Joti", y me dio un beso. Mis amigos y amigas hicieron fila para saludarme, mientras yo maldecía mi estado y su idea.
Comimos, tomamos, a la noche vimos un Boca-River veraniego que transmitían desde Mar del Plata. Y al final...
-Te sorprendimos!! Te gustó?? -me preguntaron durante toda la tarde y la noche.
Yo respondí que no. Y lo mantuve durante años.
Pero eso no es de perdedor, claro. Es de mala onda. La derrota llegó mucho después. Desde hace años, me gusta festejar el cumpleaños, hago juntada en casa o fiesta en alguna terraza amiga, o asado con amigos, o algo. Pero ahora que quiero no siempre puedo: nunca hay nadie.
Es la maldición de nacer en enero...
*Tal vez me equivoque en algún nombre (no en el mío, claro), es que pasó bastante tiempo...