Aquella mañana de 1993 había nacido diferente. No me despertó el radio reloj, tampoco la alarma del reloj pulsera “siete melodías”. Me levanté solo, sin ayuda, descansado, hasta un poco sobresaltado. Miré la hora. Era temprano.
Mi rutina escolar era justamente eso: rutinaria. Abría los ojos, remoloneaba en la cama, iba al baño, me cambiaba, agarraba la carpeta, una lapicera y salía velozmente hacia el Nacional 17, todavía con los ojos entumecidos por el sueño.
Todo sin desayunar, sin grandes preparaciones estéticas. Jean, remera y peinado a la mano. La costumbre de bañarme cada mañana llegaría un par de años más adelante. La de elegir la ropa, también.
Mamá dormía en su pieza. Mi hermano, en la suya. Intenté no hacer mucho ruido y me cambié a las apuradas.
Llamé el ascensor. Once pisos más abajo, debía esperarme el encargado, baldeando la vereda.
Pero Benito, el encargado, no estaba esa mañana.
Salí a la calle.
No había un alma.
Volví a mirar el reloj. Era la hora que debía ser. Y debía haber más gente en la calle.
Caminé hasta la esquina, vi un poco de movimiento, algunas personas “de edad” caminando por el Parque Rivadavia (hoy, sin tener esa edad, soy yo el habitué de las caminatas por ahí).
Hice otra cuadra, extrañado.
Y otra.
Y frené.
Me sentí un idiota. Maldije al cielo, me golpeé la cabeza con la mano. Di media vuelta, volví a casa malhumorado.
Subí los once pisos sintiéndome un salame.
Abrí la puerta de casa y mamá, en camisón, me encontró por el pasillo. No dijo nada. Me miró. Se dio cuenta.
“Me levanté para ir al colegio…”, me excusé, sonrojado.
“Me di cuenta. Me pareció raro escuchar un ruido y me levanté”, sonrió.
Volví a la cama con apuro, sacándome la ropa a los tirones para disfrutar de lo que quedaba de esa linda mañana de domingo.
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1 comentario:
Cuando era chiquita, mi abuela Paula me mandaba mucho a hacerle los mandados. Iba en bici, pero... volvía caminando. A la tarde caía: me había olvidado la bici en el almacén de Luis. El era tan bueno que, como cerraba a la hora de la siesta, me la guardaba adentro de su negocio.
Una vez, mi abuela escribió en la lista que me hacía:
pan
leche
yogurt
no te olvides de la bicicleta.
Desde ahí empecé a escribir mi manual personal de perdedora.
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