
En el 96, el Negro, Pol (que es Pablo, pero como hay otro lo llamamos Pol) y yo decidimos emprender un viaje mochilero a Uruguay. De punta a punta, pasando por Punta, o algo así.
Buquebús a Colonia. Micro a Montevideo. De ahí, a recorrer. Pasamos por Piriápolis, Punta del Este, La Paloma, La Pedrera, etc… Hasta que el Negro se volvió, y Pol y yo seguimos rumbo a Santa Teresa, bien al norte, un Parque Nacional divino, camino al Chuy.
Llegamos un mediodía, armamos la carpa en el camping silvestre y bajamos al barsucho para comer algo.
“Qué pedimos?”, consulta Pol, mientras ojea el pobre menú.
“Chivito, qué vamos a pedir en Uruguay?”, respondo.
Dos chivitos: tomate, huevo, jamón y lechuga para cada uno. Yo tomé gaseosa; él creo que cerveza.
A diferencia de lo que hago siempre que un sandwich trae lechuga, esa vez no se la saqué. No me gusta, pero entre tantas cosas no molestaba. De ahí fuimos a la playa. Jugamos al vóley. Al fútbol. La pasamos bárbaro. Terminó el dia. A cocinar.
Armamos un fuego pobrísimo, que no se levantaba con nada. Raro: no habíamos tenido problemas hasta ahí. “La madera acá no está buena”, nos advirtió un vecino con casa rodante y anafe a gas. Un genio. La madera estaba húmeda.
No le dimos bola. Pusimos la parrillita arriba del fueguito brasero, cacerola con agua y a calentarse. Después de media hora, con el agua todavía tibia, le tiramos la polenta. “Algo va a salir de esto”.
Salió algo horrible, casi crudo, casi engrudo, que comimos igual.
La mañana siguiente me desperté mal. Después de tomar unos mates, fuimos a la playa. De ahí, corrí al baño. Volví a la playa y vi que Pol se aprestaba a armar un partido de fútbol. “Yo paso, no me siento bien”, le dije. “Dale, no seas maricón, que mañana nos vamos”, me increpó. “Te juro que no puedo. Me cago encima”, le expliqué sin más vueltas. Y volví al baño.
Estuve entre la carpa y el baño durante toda la tarde; entre la guitarra y la letrina apestosa (cosas que solamente se pueden hacer cuando uno está alrededor de los 20 años; hoy si no tengo cama y ducha no voy a ningún lado). Pol volvió antes de que bajara el sol. Estaba blanco, pálido. Vomitó al lado de la carpa, sobre la base de un árbol.
“Es esa lechuguita de mierda”, le dije a Pol. “Debe estar mal lavada, mirá si nos agarramos cólera”, me fastidié. Pol rió. “En serio, nunca como lechuga”, seguí. "Esta vez comí y mirá cómo estoy", me enceguecí. “Era una hoja de mierda, no te puede hacer nada”, me dijo, descostillándose. Y fue a vomitar otra vez.
“Vos cómo te sentís”, me preguntó. “Para el orto”.
Literalmente.
En la siguiente hora, Pol vomitó tres o cuatro veces más. No sabía qué hacer con él. Le pregunté al vecino de enfrente, otro con casa rodante, si sabía de algún consultorio médico, de algo.
“No tengo idea, está muy mal?”, inquirió.
“Sí, y yo estoy mal también, no paro de ir al baño”.
“Tomaron agua de la canilla?”.
“Sí, bah, yo ahora me compré una 7up”.
“No vieron el cartel?”
“Qué cartel?”
En la entrada del camping, había un cartel bastante grande que indicaba que el agua no era potable. No la tome, señor, joven argentino. No. No la tome, pedazo de idiota. No.
No lo vimos.
La tomamos. Cocinamos con ella.
Nos cagó la vida.
Debo haber bajado cuatro kilos ese día. Pol también. A la mañana siguiente nos íbamos. Pol se despertó varias veces a la noche para vomitar. Daba pena. Yo estaba mejor. A la mañana desarmé la carpa, cargué mi mochila, la de Pol y nos fuimos a la parada del colectivo, a unos dos kilómetros. Pol no daba más. Se caía bajo el sol. Seguía dando pena.
A doscientos metros de la parada, vimos cómo se nos iba el bus. Estuvimos ahí, muertos de calor, riéndonos de nuestra propia desgracia, durante dos horas más, hasta que llegó el siguiente. Pol no paraba de repetir: “La lechuguita!! Jajajaj”